Cuando empezaba a sentir que ese silencio abismal me estaba volviendo loca sentí de nuevo la presión que las manos de los guardias de seguridad hacían en mis brazos. En ese momento, a pesar del dolor, fue una bendición porque un segundo más en silencio total hubiera desatado la crisis de histeria más grande de la historia en mi persona. Llevaba un día entero sin comer; no había descansado en una semana debido a la preocupación de cuándo vendrían por mí porque es cuestión de tiempo que te encuentren (no sé cómo se enteran de cada crimen en esta ciudad por más que la gente intente disimularlo); y no había visto a mi familia ni amigos, o los que quedaban de ellos, en más de un mes. Un mes intentando esconderte podía desatar un infierno dentro de ti. Sólo te llenas de emociones estresantes que si salen es seguro que delatarán tu paradero.
En fin, gracias al cielo (si es que hay uno) me sacaron de esa sala antes de que todo esto saliera, lo cual hubiera sido malo aunque ya me hubieran atrapado. Los guardias volvieron a sacarme de la sala pero esta vez yo ya no tenía las más mínimas ganas de cooperar. Me llevaron arrastrando los pies por el mismo pasillo por el que habíamos caminado para entrar a la sala con los ministros y el juez. No sé cuánto tiempo me llevaron. Pudieron haber sido solo unos segundos o días, la verdad es que no estaba poniendo atención. Sólo pensaba en que lo más seguro era que me quedaran máximo dos horas de vida. Sólo tendría el tiempo que tardaran en salir los resultados del Examen de Realidad porque mientras me realizaran los estudios seguramente arreglarían los preparativos para mi muerte. Seguro sería algo tan humillante como solian ser las ejecuciones.
Después de no sé cuanto tiempo de avanzar por el pasillo, nos detuvimos frente a una puerta de cristal opaco. La abrió uno de los guardias y entramos. Yo seguía sin intenciones de cooperar así que uno me tomó de los hombros como si no pesara nada y me sentó en una silla negra bastante grande pero no me soltó por si intentaba escapar. El otro puso mis antebrazos uno en cada posabrazos de la silla y los detuvo con una cinta que cerró con una clase de candado que sólo se abría cuando el lector de huellas digitales detectaba que la persona que autorizaba era alguno de los científicos que aplicaban la prueba. Después realizaron lo mismo con mis piernas y salieron de la sala.
Me quedé sóla lo que parecían años. Cambié de opiniión a lo que anteriormente había dicho en la sála: ¿Qué nadie podía compadecerse de mí y en vez de hacerme sufrir con todo este procedimiento me mataban directamente? Finalmente una puerta de la que no me había percatado se abrió frente a mí. De ella salió un hombre de no más de 30 años. Sus ojos eran verdes, muy profundos y dulces, tanto que pudieron haber sido de un ángel. Su obscuro cabello se acomodaba perfectamente en ondas quebradizas. Era bastante atractivo, lástima que traía la bata de doctor que me indicó que él sería el que confirmaría que yo era culpable. Se rompió el encanto. Nadie podía ser tan perfecto.